viernes, 10 de junio de 2011

91

Con sus manos me seca el llanto y acaricia el rostro. Sus dedos acompañan el recorrido de mis lágrimas: nacen en los ojos y descienden hacia las mejillas, para morir en mis labios. Alan acerca su boca a la mía e, inmóvil, me observa. “Quizás nos estemos confundiendo”, advierto. “Confundámosnos”, remata. Y confundidos nos fundimos en un beso infinito.

domingo, 5 de junio de 2011

90

La lluvia se torna cada vez más intensa, borrando la capilla y la ciudad toda. El diluvio se ha llevado al mundo y sólo quedamos Alan y yo. Lo observo en silencio, sonriendo y llorando a la vez. Admiro su fortaleza, su madurez, su paciencia. Él me mira enamorado, sabiendo que ha desnudado su alma y que ya no hay retorno. Una apuesta a todo o nada: más amor o más dolor.

89

¿Y qué hiciste?, pregunto. “Pensé en matarme, pero no me atreví. Así que regresé a Buenos Aires y empecé a trabajar. Y, durante muchos años, sólo trabajé. Cada noche, cuando llegaba a casa, miraba fotos y lloraba. Y, a la mañana siguiente, volvía a trabajar. Hasta que un día, se cruzó una mujer dulce, misteriosa e insegura en mi camino. Y yo, que creía que ya no creía en nada, volví a creer en el amor, en la vida, en el futuro y en Dios. Y, entonces, dejé de llorar y empecé a comer calabresas”.

viernes, 3 de junio de 2011

88

“¿Sabés por qué volví de Roma?”, me pregunta Alan, tuteándome por primera vez. “Yo allá tenía una vida, una esposa a la que adoraba y 2 hijos maravillosos. Un día lluvioso, como este, salimos a dar un paseo con el coche y chocamos. Yo manejaba, ellos murieron. Estuve 3 meses en coma y, cuando desperté, no había nadie. Estaba solo, Ana”. El recuerdo de su dolor basta para empequeñecer al mío. A la luz de su historia, la mía luce diminuta, hasta el punto de extinguirse.

87

Entre lágrimas y gotas de lluvia, retorno a una realidad empañada, que luce cada vez más borrosa. Alan merece una explicación, así que relato la historia completa. Le cuento todo, inclusive la verdad. “…Y así pasó. De nuevo me equivoqué, de nuevo estoy sola”. “Todos estamos solos, Ana. Al fin y al cabo, la soledad es nuestra única compañera”. Alan posee la sabiduría de aquellos que sufrieron mucho, la madurez de los que alguna vez estuvieron muertos y supieron resucitar.

jueves, 2 de junio de 2011

86

El auto avanza unos metros hasta estacionarse sobre Defensa, justo frente a una capilla. Un anciano, sumergido en arrugas y remordimientos, se persigna en la entrada. Carga el peso de los años, la angustia de aquello que, pudiendo haber sido, no fue y ya nunca será. Su historia me aleja de la mía, en un viaje hacia el pasado ajeno que me permite huir del presente propio. Alan respeta mi ausencia y comprende mi silencio. El anciano eleva su mirada y, es entonces, cuando el cielo se larga a llover.

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Desde el pavimento, abro los ojos y veo el auto frenado al lado y el rostro de Alan encima mío. “¿Está bien? ¿Ana, me oye? ¿Está bien?”, repite Alan una y mil veces. Me toma entre sus brazos y me mete en el auto. En el mismo automóvil que, minutos atrás, estuvo a punto de atropellarme. “¿Ana, está bien? ¿Qué pasa, Ana?”, pregunta Alan. “Gracias, gracias por estar conmigo. Gracias por ayudarme siempre. Gracias, gracias por no pisarme”, musito. Alan me abraza en silencio y, sin querer, me pisa el pie.