El lunes arribo a la oficina, ansiando el reencuentro con Alan. Lo observo correr de un lado para el otro, agitando papeles y repartiendo órdenes. Pareciese no verme, como si se hubiese olvidado de mí y de la calabresa. “Ana, ¿qué mira? Póngase a trabajar que estamos rebalsados de llamados”, ordena. Inmediatamente, me ubico en mi box y, antes de colocarme los auriculares, lo miro una vez más. El hechizo ha desaparecido y Alan se ha transformado en el petiso pelado y malhumorado de siempre.
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